Un sacerdote estaba a cargo del jardín dentro de un famoso templo de Zen. Le habían dado el trabajo porque amaba las flores, los arbustos, y los árboles. Al lado del templo había otro templo más pequeño donde vivía un maestro muy viejo de Zen. Un día, cuando el sacerdote esperaba algunos huéspedes especiales, tuvo un cuidado adicional al atender el jardín. Sacó las malas hierbas, podó los arbustos, peinó el musgo, y pasó un largo rato reuniendo y ordenando meticulosamente todas las hojas secas de otoño. Mientras trabajaba, el viejo maestro lo miraba con interés del otro lado del muro que separaba los templos.
Cuando hubo terminado, el sacerdote retrocedió a admirar su trabajo. “¿No es hermoso?”, le gritó al viejo maestro. “Sí”, contestó el anciano, “pero hay algo que falta. Ayúdeme a pasar sobre este muro y lo pondré en orden por usted”.
Después de vacilar, el sacerdote levantó al veterano por encima y lo puso en el suelo. Lentamente, el maestro caminó hasta el árbol cerca del centro del jardín, lo agarró por el tronco, y lo sacudió. Las hojas se regaron por todo el jardín. “Eso”, dijo el anciano, “ahora usted puede volver a ponerme en mi sitio”.
Cuando hubo terminado, el sacerdote retrocedió a admirar su trabajo. “¿No es hermoso?”, le gritó al viejo maestro. “Sí”, contestó el anciano, “pero hay algo que falta. Ayúdeme a pasar sobre este muro y lo pondré en orden por usted”.
Después de vacilar, el sacerdote levantó al veterano por encima y lo puso en el suelo. Lentamente, el maestro caminó hasta el árbol cerca del centro del jardín, lo agarró por el tronco, y lo sacudió. Las hojas se regaron por todo el jardín. “Eso”, dijo el anciano, “ahora usted puede volver a ponerme en mi sitio”.
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