Un granjero se puso tan viejo que no ya podría trabajar los campos. Así que pasaría el día sentado en el pórtico. Su hijo, aún trabajando la granja, levantaba la vista de vez en cuando y veía a su padre sentado allí. “Ya no es útil”, pensaba el hijo para sí, “¡no hace nada!”. Un día el hijo se frustró tanto por esto, que construyó un ataúd de madera, lo arrastró hasta el pórtico, y le dijo a su padre que se metiera dentro.
Sin decir nada, el padre se metió. Después de cerrar la tapa, el hijo arrastró el ataúd al borde de la granja donde había un elevado acantilado. Mientras se acercaba a la pendiente, oyó un débil golpeteo en la tapa desde adentro del ataúd.
Lo abrió. Aún tendido allí, pacíficamente el padre mirada hacia arriba a su hijo. “Sé que usted va a lanzarme al acantilado, pero antes de que lo haga, ¿puedo sugerir algo?”, “¿Qué?” contestó el hijo, “Arrójeme desde el acantilado, si usted quiere”, dijo a padre, “pero guarde este buen ataúd de madera. Sus niños pudieran necesitar usarlo”.
Sin decir nada, el padre se metió. Después de cerrar la tapa, el hijo arrastró el ataúd al borde de la granja donde había un elevado acantilado. Mientras se acercaba a la pendiente, oyó un débil golpeteo en la tapa desde adentro del ataúd.
Lo abrió. Aún tendido allí, pacíficamente el padre mirada hacia arriba a su hijo. “Sé que usted va a lanzarme al acantilado, pero antes de que lo haga, ¿puedo sugerir algo?”, “¿Qué?” contestó el hijo, “Arrójeme desde el acantilado, si usted quiere”, dijo a padre, “pero guarde este buen ataúd de madera. Sus niños pudieran necesitar usarlo”.
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